domingo, 1 de abril de 2007

Historia de un tatuaje


Sucedió en París. Con premeditación y alevosía. Tres mujeres se arrastran por las estaciones de metro y por las calles de la capital francesa en una lluviosa mañana de sábado con un único objetivo: decorar su cuerpo con sendos motivos que les recuerden siempre el encanto del encuentro y la locura de los años mozos que nunca volverán, pues el tiempo pasa y la juventud es efímera.



Ya habían hablado de ello, de hecho lo querían haber hecho la vez anterior que se reunieron, en noviembre y en Colonia. Pero era un sábado por la tarde cuando se les ocurrió la hazaña y tanta espontaneidad no les daba mucho margen de acción. A esa hora no habrían encontrado ningún estudio abierto. Por eso esta era la ocasión: París, glamour, tatuadores reputados de los que tenían referencias... Entran en el estudio en las manos de cuyo artista estaban deseosas de ceder un trozo de su piel. No obstante, su gozo cayó en un profundo pozo, pues el gilipollas de la entrada les dijo que no había hueco en la agenda, que tenían que haber reservado, cuando días antes J. (la residente en París) había llamado y no le habían dejado pedir cita alegando que no habría ningún problema para que las atendieran el día D. Chasco, chascazo. El sueño del tatuaje se estaba yendo al garete por instantes.



Decidieron intentarlo en la otra punta de la ciudad, en un estudio por el que J. pasa diariamente para ir a trabajar. Reja echada, puerta abierta y música que sale del interior. Esperan un par de minutos, pero tiene pinta de que ahí no hay ni rata. Por lo que ven desde fuera, el lugar es friki, friki, pero les da buena espina. A todo esto ven llegar al artista (sabían que era él por las fotos de la página web del estudio): hombre de unos cincuenta y pico años, ojos azules cielo, pendientes, melena cana, rostro marcado por los surcos de la edad y seguramente una vida exprimida al máximo, sonrisa profidén. "¿Estabais esperando?" fueron sus primeras palabras. Preguntó qué se querían hacer y acto seguido las invitó a un café al bar de enfrente. Tanto buen rollo no podía ser verdad. ¿Les saldría la jugada redonda o sería un tío loco que les extirparía los órganos en la trastienda de su estudio para luego venderlos en el mercado negro? ¡Es que nunca se sabe! Durante el café la cosa se perfilaba más como buen rollo inofensivo que peligro inminente. Jimmy, el tatuador, fue preparando el material y la plantilla del primer diseño que J. residente en Madrid había diseñado ella misma para la ocasión y se quería tatuar en el que según el experto es el "lugar más doloroso del cuerpo": el pie. Mientras tanto, un amigo inglés del artista hizo acto de presenia en el bar para entretener a las dicharacheras damas hasta que todo estuviera a punto en el estudio. Después de una conversación poco menos que trascendental con el hombre (a Caperucita le cayó bien, pero porque se perdió las alusiones varias a Dios que hizo y que dejaron a las dos Jotas patidifusas y algo mosqueadas), cruzaron la calle y entraron en la cueva de Alí Babá.


Llegó la hora de la verdad. J. residente en Madrid es la primera en caer. Cuando la pistola empieza a zumbar con ese ruido caracerístico y no menos desagradable, las tres se hacen de cruces: una porque está cagada con el vaticinio del tatuador y las otras dos porque saben que pronto les va a tocar a ellas. La tinta empieza a correr y ahí no hay lágrimas, gritos o rictus de dolor. J. tan pancha de la vida y sus amigas vuelven a respirar tranquilas. J. residente en París quiere tatuarse en la nuca "felicidad" en japonés, pero en un arrebato de lucidez llega a la conclusión de a ella Japón no le importa un coño y que se sentiría mucho más identificada con algo escrito en árabe, cultura que le dice mucho más y con la que ha tenido mucho más contacto en su vida. Con este propóstio se une a Caperucita, que también anda algo desesperada intentando aclararse con la idea del diseño y bucea incesante en las decenas de libros con diseños y dibujos que el tatuador tiene desperdigados en el estudio.



En esto llega el otro tatuador, Álex, y las bragas de Caperucita y J. residente en París caen inevitablemente en el suelo. ¡Qué chulazo, qué morbazo! Era él quien iba a dejar su arte en sus cuerpos de por vida... ¡Qué honor! Caperucita es la siguiente. Le explica más o menos que quiere un tatuaje que imite los tatuajes de henna de las mujeres nubias (para decirlo menos finamente, véase Madonna en el vídeo Frozen) y el tío pilla la idea al vuelo: "Vamos a hacer algo muy chido". Se lo dice con tanta convicción, que ella se lo cree a ciegas y si le hubiera sugerido un dragón escupiendo fuego, la salida de Caperucita se lo hubiera permitido irremediablemente. ¡Qué poder de convicción tan sumamente hipnótico! Después de la "escena cenicienta" (tatuador agachado en el suelo con el pie de Caperucita sobre sus rodillas haciéndole en boceto previo a la pistola, todo un momentazo!) llega la hora de la verdad. El diseño encandila a la futura mujer marcada y no pone pegas. Tras 45 luce un bonito tribal en su pierna izquierda.



Llega el turno de J. residente en París. Su búsqueda de la felicidad la ha llevado al ultramarinos de al lado, regentado por una familia árabe que le ha escrito la palabra en su idioma. Hubo diferencia de opiniones entre marido y mujer en lo que respecta a la ortografía, cosa que mosqueó un poco a J., a ver si se iba a poner algo así como "FeliZidaZ" en el cogote... Pero bueno, después de ver los ojos de aquel matrimonio brillando de emoción, la arrastró el subidón del momento y no dudó en que el chulazo artistazo le tatuara el cogote. Tras unos 10 minutos de intenso dolor pudo observar loca de contenta que la felicidad no sólo era su estado emocional natural, sino ahora parte de su cuerpo. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.




Ya estoy tatuada. Tenía ganas desde los 14 años y por fin, con casi 25, lo he conseguido. Pero la espera ha merecido la pena. Ha llegado en el momento justo. Es precioso, mejor hecho imposible, y, aunque sé que los míos querrán borrarme del libro de familia por ello, no me arrepiento, espero pensar lo mismo cuando mis nietos me pregunten qué es eso que llevo en la pierna, si es que llego a vieja y con descendencia. Ojalá.


5 comentarios:

Andrea dijo...

LAURA, ES PRECIOSO!!!!! VAYA DIBUJO, VAYA HISTORIA, VAYA MOMENTAZO!!!
BESITOS

CRIOLLO dijo...

Más bonito que el tatuaje es tu pie, ojalá subiera la foto un poquito más.
Sigue escribiendo, besos.

fiti dijo...

Una historia llena de amistad, suspense, reflexión interior, rebelión ante la opresión social, prevalencia del instinto, estética retro-hippie y súbitos giros del destino.

Con respecto al tatuaje, se podría decir que esa flor no hace sino aderezar aún más el jardín de belleza que es tu cuerpo, y aporta una esencia que incide en el aroma a felicidad que desprende tu alma.

Anónimo dijo...

Algo extraño, pensé k sería terrorifico o algo, pero stá muy bien la historia! besos

still dijo...

Lo he leido por encima y me parece muy bueno.¿Es autenticamente tuyo?.Lo digo porque me lo copio.Si es original tuyo,pondré elnombre del autor.